La Calzada del Cerro, que atraviesa el municipio homónimo en la ciudad de La Habana, se extiende desde su nacimiento en la conocida famosa Esquina de Tejas (donde confluyen además, la calle Monte y las calzadas de 10 de Octubre e Infanta) hasta la Avenida de Rancho Boyeros, punto que todos en la capital conocen como «Cerro y Boyeros».

Su origen se remonta a la primera década del siglo XIX, cuando fue trazada por las autoridades coloniales, como vía de comunicación de La Habana con su zona agrícola:

Para llegar a la Calzada del Cerro, los vecinos de la villa de San Cristóbal debían pasar la muralla por la Puerta de la Tierra y desde ahí tomar el Camino de Guadalupe y las calzadas de Monte y del Horcón (que luego serían conocidas como una sola con el nombre de Monte, quedando el toponímico de «del Horcón» en el olvido) hasta el punto que luego se conocería como la Esquina de Tejas.

Desde la Esquina de Tejas hasta el desaparecido Puente de Cotilla corría entonces la Calzada del Cerro, llamándose la calle a partir de ese punto, «Calzada de Puentes Grandes«.

Curiosamente, las «Cuatro Calzadas» (de Monte, del Horcón, del Cerro, y de Puentes Grandes) como popularmente también se les conoció y que finalmente quedarían subsumidas en tres, poseen una sola numeración a lo largo de su extenso recorrido.

¿Por qué se llama Calzada del Cerro?

La Calzada del Cerro heredó su nombre de los grandes peñones o «cerros» que se alzaban a lo largo de su recorrido y que eran tomados como punto de referencia por los viajeros que salían de La Habana. Así, con el paso de los años se hizo común la expresión «vamos al cerro» y como Cerro terminó por conocerse toda la zona colindante al tramo de la calzada correspondiente entre la Esquina de Tejas y la Palatino, que luego se constituiría en barrio y, a partir de 1976, en municipio.

Con sus más de 3 km de largo, la Calzada del Cerro fue el eje alrededor del cual se erigió durante el siglo XIX cubano el esplendoroso barrio del Cerro, máximo exponente de la arquitectura neoclásica en Cuba. Allí, levantarían sus palacios de verano los miembros más encumbrados de la oligarquía criolla.

El Cerro «tenía la llave» porque por allí pasaba el agua que daba vida a La Habana: primero la Zanja Real, a partir de 1835 el Acueducto de Fernando VII y desde finales del siglo XIX esa maravilla de la ingeniería que es el Acueducto de Albear.

Puente de Cotilla en Calzada del Cerro y Palatino
La desaparecida Zanja Real corriendo bajo el desaparecido puente de Cotilla en la Calzada del Cerro y Palatino

Cuando en 1833 una gran epidemia de cólera diezmó a la población de La Habana, lo más ricos comprendieron que había llegado la hora de abandonar la atiborrada ciudad y trasladarse a vivir a las afueras, «aguas arriba», donde, desde hacía un par de décadas se había establecido algunos agricultores formando las comunidades de El Horcón y El Salvador. Surgirían entonces, una tras otra, impresionantes quintas rodeadas de fuentes, estatuas de mármol y bucólicos jardines que se alimentaban de la Zanja Real.

Junto a la Calzada del Cerro se levantaron, y aún causan admiración, la Quinta de los Condes de Fernandina, la de los Condes de Santovenia, la de la familia Zayas Bonet (donde hoy se encuentra el Museo del Cerro), la Quinta Echarte (donde radicó la embajada de los Estados Unidos ), la del Marqués de Pinar del Río con sus leones de mármol, y las Quintas de Leonor Herrera y del Conde de O´Reilly que terminarían convirtiéndose en dos prestigiosas clínicas mutualistas conocidas como «La Covadonga» y «La Dependiente», respectivamente.

Sin embargo, si el agua había sido la bendición del Cerro terminaría por ser también su maldición:

Al establecerse más y más vecinos e industrias aguas arriba, la Zanja Real comenzó a contaminarse de forma acelerada hasta convertirse en algunos tramos en un canalejo denso y pestilente que arrojaba nubes de mosquitos sobre los vecinos del Cerro que provocaban periódicamente epidemias de fiebre amarilla.

Fue entonces, cuando el sabio Carlos J. Finlay enunció su teoría sobre el mosquito como agente transmisor de la fiebre amarilla – que luego sería probada por la Comisión del Ejército de Estados unidos – que los aristócratas criollos se decidieron a abandonar los mármoles y jardines de sus quintas en la Calzada del Cerro, para irse a disfrutar de los aires del mar en el nuevo reparto de el Vedado.

Calzada del Cerro en los años 50
La Calzada del Cerro en los años 50, cuando aún no había sido devorada por la desidia