WALKER EVANS: TESTIGO DE VISTA(*)

Tal vez el más duradero de los fotógrafos americanos de los años treinta, Walker Evans (1903-1975) fue de hecho el primer fotógrafo que tuvo, posteridad instantánea, una exposición personal en el Museo de Arte Moderno de Nueva York en 1934.

En 1941 apareció su libro más célebre, Alabemos ahora a los famosos, Junto con el crítico de cine James Agee, que escribió los retratos literarios de «los famosos» (el título y la frase vienen de los testamentos apócrifos), que irónicamente eran los aparceros más pobres de Estados Unidos, los ignorados de la tierra.

La belleza que perdura del libro está dada por los campesinos miserables que Evans retrató: las caras inocentes, sin malicia de los llamados «basura blanca». El libro en realidad estaba regido por la estética de la miseria que celebraría el desafortunado sociólogo Óscar Lewis.

Más tarde Evans tuvo la buena fortuna de trabajar para Fortune, el magazine de los millonarios y estar en Vogue con su estética a la moda. Ha habido otros libros de Evans (Walker Evans First and Last) en que aparecen muchas fotografías de la obsesión particular del fotógrafo con La Habana.

En sólo tres semanas en otro lugar Evans vio y fotografió el esplendor y la miseria de la ciudad. «No fue más que un trabajo», declararía Evans. «Deben recordar que ésta era una época en que cualquiera hacía cualquier cosa por conseguir trabajo.» (Evans se refería a la Depresión.) Continúa: «El trabajo venía de una editorial que iba a publicar un libro sobre Cuba.»

Walker Evans. Trabajador del puerto. 1933
Trabajador del puerto (1933)

El libro en cuestión era un panfleto escrito por un periodista estalinista llamado Beals. El libro y su autor hace rato que están olvidados, pero las fotos de Evans, intemporales, han sobrevivido. Hubo muchos visitantes a La Habana en los primeros años treinta.

Uno fue García Lorca que venía de la oscura, deprimente Nueva York a Cuba y al sol. Cuando escribió a sus padres en Granada fue para decirles: «Si les dicen que me perdí, que me busquen en La Habana.»

Otro visitante fue Ernest Hemingway, que vino a quedarse. Una vez en 1956 durante un día de pesca me dijo que todo lo que quería en la vida era quedarse en Cuba para siempre. La historia interfirió en sus deseos.

El tercer hombre en La Habana fue Walker Evans, el fotógrafo que vino con una misión: encontrar El crimen de Cuba (título del libro) para ilustrarlo. Ahora las ilustraciones quieren también encontrar el crimen. Evans decía (todos los fotógrafos, cuando hablan, son mentirosos) que había llegado a Cuba «en medio de una revolución». Pero no hay revolución ni una revuelta menor en sus fotos de La Habana. Ni siquiera se sabe con certeza si estuvo en Cuba en 1932, como dice Evans, o en 1933 como dicen sus biógrafos.

También dijo Evans que «Batista había tomado ya el poder». Habla ese primo hermano de la nostalgia, el espejo retrovisor. Batista era un sargento doblemente oscuro cuando Evans tomó sus fotos y salió corriendo. Evans hablaba de La Habana en una entrevista hecha en 1971, cuarenta años después de ir a Cuba. No hay ninguna revolución visible en las fotos que Evans dijo tomar por asalto.

Walker Evans La Habana Balcones

A veces la ciudad se ve tan espléndida como la recordó otro visitante americano por esa época, Joseph Hergesheimer: «La Habana era artificial, exótica, construida entre visiones del barroco.»

En otras fotos, Evans retrata gente pobre, miserables y mendigos y grupos urbanos y mujeres solitarias bañadas en la melancolía de los trópicos. La ciudad que nunca duerme, según Hergesheimer, está llena, según Evans, de desheredados que duermen al sol en cualquier banco de cualquier parque. Los guajiros, campesinos desterrados, aparecen perdidos en las calles de La Habana. Evans encontró lo que buscaba: «El crimen de Cuba.» Pero de alguna manera estos desheredados parecen menos pobres que los aparceros blancos que Evans retrató en Alabama años después, aunque es obvio que tanto Cuba como Estados Unidos son presa de la misma depresión. Pero los negros de La Habana se ven mucho mejor (véase más adelante) que la basura blanca de Alabama y no se ven nunca los negros desahuciados del Sur de entonces.

Evans regresó a Nueva York con todas las mujeres a las que hizo un guiño con su cámara, detenidas en el tiempo pero todavía conmovedoras: la belleza que la nada no amortaja. También anota la sólida y graciosa arquitectura colonial de la ciudad, visiones del barroco cubano y las fachadas de los cines, que siempre atrajeron a Evans, son su versión de la Arcadia todas las noches. Por esta época vivía Hemingway en el hotel Ambos Mundos en La Habana Vieja. Allí conoció, bebió y se emborrachó con Evans y su revolución. Fueron diez días que sacudieron a Bacardí —o por lo menos a sus botellas de ron. Como de costumbre Hemingway pagó los tragos —y los estragos.

La Habana 1933 lleva (o mejor arrastra) una muy larga introducción francesa tan inexacta que parece escrita por un erudito en rumores. Habla, por ejemplo, de las fotos de Evans como si ilustraran El acoso, la novela de Alejo Carpentier y casi las hace contemporáneas a ambas. De hecho la novela de Carpentier, publicada en 1956, está situada en la época constitucional de Batista en los años cuarenta, no bajo la dictadura de Machado. Inclusive se habla de un cartel de la Filarmónica de La Habana, fotografiado por Evans, como una feliz coincidencia visual con Carpentier porque se puede leer en el cartel el título de la Novena sinfonía de Beethoven. Con sólo abrir El acoso se ve que la trama de alusiones musicales se refiere a la sinfonía Eroica.

En todas partes el prólogo hace con las fotos lo que Le Monde con las noticias: el comentario es todo, menos imparcial. Lo que explicaría la ausencia de las lotos más felices que son las naturalezas muertas de Evans, con las frutas tropicales hechas copia y cornucopia. Además de que el graffito que dice «Abajo la Guerra Imperialista — PC» con que termina el libro es anacrónico. El eslogan de «guerra imperialista» es una invención de Stalin del año 1939. De ser genuino los comunistas cubanos tendrían una visión adelantada de la historia: estaban ya escribiendo el futuro.

En todos esos libros en los que Walter Evans regresa y nos hace regresar a La Habana en el sueño (y en las pesadillas) de sus retratos, hay siempre una presencia perturbadora, como un fantasma constante. Es la imagen de un negro vestido implacablemente de punta en blanco. Está parado en una esquina céntrica viendo pasar a medio mundo. Evans lo llama «el ciudadano de La Habana».

Walker Evans La Habana

Lleva un impoluto traje de dril blanco y una camisa de cuello inmaculada con corbata negra con manchas blancas y un pañuelo al bolsillo y un sombrero de pajilla que estaba entonces muy de moda. Este hombre de blanco puede ser un esbirro, de los que tenía Machado y heredó Batista. Se ve peligroso tal vez porque está tan bien vestido. Como sea, el hombre está ahí detenido en el tiempo y sólo sus ojos parecen moverse. Pero por supuesto sus ojos tampoco se pueden mover. Ahora está congelado por la fotografía y ese momento se ha hecho eterno.

El dandy dangeroso, como diría Walker Evans, mantendrá sus ojos desvelados mientras mira al testigo invisible que lo ha hecho inmortal con un guiño, negro sobre blanco, como la fotografía.

(*)Ensayo escrito por Guillermo Cabrera Infante en noviembre de 1989. Las opiniones vertidas expresan única y exclusivamente el pensamiento del autor del texto y en ningún caso Fotos de La Habana se hace partícipe de dicha opinión. Disfrute la lectura.