El temporal del conde Barreto fue uno de los sucesos que mayor atención recibieron en los finales del siglo XVIII habanero. Hace un tiempo en el grupo hablamos de los marqueses de Marianao y la importancia de Samá en la expansión de la ciudad hacia la zona de la Playa de Marianao (actual municipio de Playa). En uno de los comentarios alguien mencionó la historia de un conde o marqués conocido por su carácter despiadado y su comportamiento deleznable con los mendigos de la ciudad.

Se relacionaba erróneamente el nombre del Marqués de Marianao con el conde Barreto, ante la duda alguien adjuntó un artículo de Gina Picart que relataba lo sucedido, despejando el entuerto pero creo que merece la pena leer nuevamente sobre el famosísimo caso del temporal de Barreto.

En este caso está relatado en primera por el escritor y periodista Álvaro de la Iglesia y fue publicado en 1917 en el libro Cosas de Antaño. El capítulo al cual hacemos referencia está dedicado al reconocido historiador martiano Arturo de Carricarte quien fue uno de los principales activistas en la recuperación de la casa natal de nuestro Apóstol, José Martí.

En este caso el autor menciona a una dama casi centenaria, pero, como es cosa frecuente en este país, que conservaba en toda su lucidez sus facultades mentales. Crónica viva y fiel de los dorados tiempos de Cuba en que la opulencia se manifestaba en todos los actos de la vida social, podía, oyéndola habla, hacerme la ilusión de que seguía un curso de historia de América en su período crítico.

Pasemos al relato, si desean saber más de estas historias háganlo saber en los comentarios.

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El vendaval del Conde Barreto

Una noche de septiembre, noche de ventisca y agua que anunciaba la llegada del equinoccio, me encontraba nervioso, excitado como si la tormenta hubiera a la vez que la atmósfera perturbado mi sistema.

-¿Te asusta la tempestad? -me preguntó pasándome cariñosamente la mano por el cabello. -No tengas miedo-añadió- que no será esto el temporal de Barreto.

-¿Qué temporal fue ese?- pregunté viendo en lontananza una nueva historia.

¿No te contaron nunca de él?

-No, ¿por qué le llaman así?

-Porque… pero mejor será que te haga el cuento…Espera… fue el año de 1791… Duró dos días enteros, el 21 y el 22 de junio. Tenía yo menos edad que tú pero aun lo recuerdo como si lo viera. No parecía sino que Dios se hubiera propuesto mandar sobre el mundo un nuevo diluvio. Pero antes te explicaré el por qué de llamarse temporal de Barreto.

Finca parecida a las del Conde Barreto

En la esquina de la calle Luz y la calle Oficios vivía un conde riquísimo, dueño de dos de los mejores ingenios del país, de grandes haciendas de crianzas, potreros y cafetales. Era un hombre de cincuenta y tantos años, alto, corpulento, muy enredador y calavera de quien siempre había una historia nueva que contar.

Su casa se hallaba montada en grande, con numerosa servidumbre como se acostumbraba entonces… El conde de mi cuento parecía ser un hombre de otra época, de los tiempos feudales; un señor de horca y cuchillo, cruel, despótico y violento. Por nada mandaba dar un boca abajo arrancándole tiras de carne a sus esclavos. He de advertirte que su madre había sido una santa, compasiva con los desgraciados.

Por esto, tal vez su hijo, sin dejar de ser una fiera, tenía rasgos caritativos. Para mí que el conde tenía una vena de loco, por lo que te explicaré. Algunos días atrancaba la puerta de su casa una procesión de mendigos: él los hacía entrar en el gran patio, bajo cuyos portales formaban tongas las cajas de azúcar que llegaban de sus ingenios. Entraban cojos, ciegos estropeados, una nube de miseria penetrando por las puertas de la riqueza.

Desde uno de los balconcillos del entresuelo el conde contemplaba aquella interminable hilera de desgraciados y cuando veía el patio lleno, mandaba cerrar las puertas del zaguán y sin más aviso, soltaba sobre ellos una jauría de perros que un criado tenía dispuesta, en medio de grandes risas y alegres voces de su servidumbre, tan mala como su amo. Ya puedes figurarte el espectáculo que ofrecería aquel patio, donde acosados por los perros y aun más por el terror, los infelices lisiados se atropellaban, caían por tierra, trataban en vano de trepar sobre las a cajas de azúcar.

El conde y sus criados azuzaban a la jauría que he de decirte era de perros de venado y no bravos, de lo contrario la bárbara diversión del conde hubiera terminado en feroz carnicería, hasta que el amo de la casa, digno de haber nacido en los tiempos de Tiberio o en los más próximos de Vasco Porcallo, se cansaba de la bárbara diversión y le ponía fin. Sus criados recorrían aquel improvisado circo reconociendo a los heridos y estropeados en la lucha y empezaban a distribuir una abundante limosna, más generosa para aquellos que más habían sufrido.

Un velorio tormentoso

Muchas salvajadas por el estilo podría referirte de aquel dislocado miembro de la nobleza que se mostraba indigno de los cuarteles de su escudo por una tendencia inexplicable a hacer el mal, de pronto herido de una dolencia mortal que vino a agriar aún más su carácter agresivo y cruel. Sin poder mejorar de su enfermedad se encerró en su casa de Puentes Grandes, (lugar preferido entonces por las familias adineradas), resuelto a dejarse morir.

La temporada de lluvia se adelantó aquel 1791 y arrasó los sembrados, pero aún faltaba lo más espantos de esa tormenta cuyo recuerdo duró varios años en todo el país. Del 21 al 22 de junio parecieron desatarse las cataratas del cielo: durante veinte y tantas horas llovió torrencialmente, sin interrupción, haciendo presentir, aun a los más animosos, que un nuevo diluvio venía sobre el mundo en castigo a nuestros pecados.

Crimen en La Habana

Esa noche, mi querido amiguito, -añadió la venerable narradora con algún temblor en la voz- estaba de cuerpo presente en la sala principal de su hermosa casa de Puentes Grandes, el desgraciado conde, rendido al fin al peso de sus dolores o de sus remordimientos, porque estos acosan en sus últimos instantes, como tremendo castigo a las almas dañadas.

Seis Grandes blandones en magníficos candeleros flanqueaban el sarcófago de terciopelo negro con lágrimas de plata y un corpulento crucifijo tras del ataúd parecía abrir los amorosos brazos de su misericordia al gran pecador que abandonaba el mundo cargado con el enorme peso de sus delitos. En taburetes y en sillones fijos, de gruesa caoba, velaban el cadáver de su amo o dormían a pierna suelta media docena de servidores luciendo la librea de la casa Barreto.

Se escuchó entonces como un trueno lejano, después como el trepidar de carros sobre un pavimento pedregoso, más tarde como el retumbo de cien piezas de artillería disparando a un tiempo…puertas y ventanas se rompieron estruendoso fragor y un océano penetró en la sala derribando cuanto encontró a su paso.

Después de la ola enorme, encrespada como si la hinchara el huracán, se retiró llevándose el sarcófago del conde en medio del resplandor siniestro de los relámpagos. Nunca se supo el puerto a que fue a arribar el cadáver de aquel que en vida había hecho derramar tantas lágrimas y que nunca tuvo tumba sobre la cual se rezara una oración. Este fue «el temporal de Barreto», amiguito…

Y la bondadosa narradora echó atrás la cabeza, sobre la butaca, empezando a desgranar las cuentas de su rosario.