«Ay, Manengue, pórtate bien, Manengue, porque de ti depende, que todo salga bien»… Si no fuera porque existen fotos, muy pocas, y sobre todo el toque de su cencerro en el timbal cubano cualquiera podría pensar que la figura de Manengue es un personaje creado en la prodigiosa mente del novelista, y periodista habanero, Leonardo Padura.

Pero no, la historia está allí cuando se va a buscar. Antonio Orta Ferrol existió, y la novela de su vida es un viaje hacia la tragedia y el olvido de la forma más descarnada posible.

¿Dónde está Manengue?

Según Padura, en 1891 los babalaos de Regla alertaron de la llegada de un prodigio musical pero con el paso del tiempo aquella profecía se evaporó bajo el sol y el sudor de la humilde y alegre barriada portuaria. En lenguaje musical Manengue se convirtió en una canción grabada por Tito Rodríguez a finales de 1955 y compuesta por el genio de la canción cubana José «Pepe» Delgado, en 1956 Pantaleón Pérez Prado la incorporó a su repertorio y la grabó ese mismo año.

Entre medias de estos dos eventos radica la vida de uno de los más ilustres paileros y timbaleros de la música cubana junto a Ulpiano Díaz y Pascualito Hernández. Cuentan quienes le vieron «siempre de saco y con una flor en el ojal» que cargaba con sus timbales de madera para un lado y para el otro como una bendición y una condena.

Manengue
Foto tomada del blog PorLaVeredaTropical

¿Cómo Manengue cogió un instrumento de posibilidades limitadas y sin demasiado peso en las composiciones más importantes de la época, más allá de marcar el ritmo siempre desde el segundo plano, para soltarlo siendo el alma y el hilo de la fiesta?

Mucho tuvo que ver su personalidad desenfada y alegre, dispuesta al jolgorio y a la fiesta constante, con el único credo de vivir, y morir, tocando y haciendo música.

En 1912 antes de una fiesta en la que tenía que tocar el timbalero, su madre, Simeona Ferrol le pidió que le comprase un cencerro para ponerle a su vaca, harta de perseguir al animal que se perdía pastando por la zona. La anécdota la cuenta Padura:

Como era costumbre, Manengue desembarcó en la capital algunas horas antes de que comenzara el baile y gastó su tiempo libre en la forma en que prefirió durante los más de 70 años en que anduvo por el mundo: bebiendo ron, de pie, con los codos apoyados en una barra de madera dura.

Dos horas después, el músico abandonó el bar con la agradable sensación de que flotaba en una nube bien poblada de querubines. Pero Manengue era un muchacho responsable y, antes de llegar al baile, pasó por la Ferretería Gorotiza de la calle Monte y adquirió el simple cencerro que iba a hacerlo inmortal: lo guardó en uno de los bolsillos del traje y caminó hacia la gloria.

El joven músico se dispuso a recorrer el camino hasta el convite con el pequeño y útil instrumento usado para orientar a los animales desorientados, como si toda la música precedente estuviese perdida Manengue lo usó entonces, en medio del jolgorio en el cual el fenomenal Octavio «Tata» Alfonso encantaba a los asistentes con su flauta.

Versión de Pérez Prado (1956)


Aquella orquesta tenía al maestro Antonio María Romeu al piano, otro de los grandes artífices de la renovación musical de la herencia tradicional recibida durante el período colonial y que germinó en sonoridades genuinamente criollas.

Continúa Padura con la historia:

Y el baile comenzó, sin que nadie pudiera imaginar que dentro de unos minutos el ritmo de la música cubana iba a recibir, allí mismo, un impulso inesperado y notable. Los bailadores disfrutaban ya la cadencia tibia del danzón…

Manengue repiqueteaba en los timbales, sintiendo una picazón insoportable en las manos y los pies, que le pedía, casi a gritos, algo más, algo más, que empujara aquella música cálida hacia un frenesí necesario.

Manengue buscaba por todas partes, la picazón se le hizo inaguantable y fue entonces cuando, sin pensarlo dos veces, sacó el cencerro que guardaba en el bolsillo y empezó a repiquetear en él, como si lo hubiera hecho toda la vida.

Tras aquel arrebato personal de Antonio Orta se dio paso al éxtasis general. Aquel cencerrazo inoportuno y fatal acababa de abrir una brecha con la música que hasta el momento se hacía en Cuba.

«Manengue pa’ gozar«

El genio apareció pero con él siguieron las manifestaciones de laxitud y el apego a la bebida. Era más fiestero Manengue que comedido, su vida era la música y la música era alegría desinhibida que no conocía de normas ni horarios. Una tarde que el retraso del pailero se hizo avergonzante Tata Alfonso arrancó el espectáculo sin él. Manengue llegó al rato pero se había roto una línea de confianza que no volvería.

Cuenta Padura que tras abandonar la orquesta del flautista Alfonso recorrió distintas agrupaciones musicales hasta llegar a la banda de Calixto Allende, donde dejó las mejores interpretaciones de su carrera. En aquel momento era el más codiciado de los timbaleros cubanos, pero su laxitud con los compromisos provocó que las orquestas comenzaran a tomar medidas para poder cumplir con los eventos que programaban y empezaron a dar de lado a Manengue.

Romeau AM Orq.3
Orquesta de Antonio María Romeu en la época

La leyenda del más talentoso se fue apagando, incapaz de abandonar la bebida y dedicarse a la música de forma profesional como empezaban a exigir las orquestas de la época se fue apagando su estrella en Regla. Terminó sus días cargando una pala y una cajita donde guardaba las calandracas que luego vendía a los pescadores de la zona.

En 1967, aquejado de reuma y ceguera abandonó este mundo el rey del cencerro y la paila, le sobró talento y la faltó disciplina para llevarse el reconocimiento que merecía su arte. El ritmo nunca le falló, contrario a lo que dijeron en aquel momento, «falleció de tristeza, no de un ataque al corazón» como diría a Padura uno de sus más cercanos amigos.

Aquel mágico ser humano conocido como Manengue, Efik-Abakuá hasta los tuétanos, se fue de este mundo en relativo silencio. Pero el personaje musical quedó inmortalizando como una leyenda de la época que insertó el cencerro, la cajita japonesa y que, aún insatisfecho, rayaba en las ventanas y en el suelo en sus excéntricos solos. A Manengue la música le quedó pequeña, y acaso también, la vida misma.