Como sucedió con buena parte de las modas de los siglos XVIII y XIX, La Habana se aficionó al café por «culpa» de los franceses, quienes importaron el sublime vicio desde sus arrasadas haciendas haitianas, junto con las artes necesarias para su fomento y desarrollo en tierra cubana.

Según el historiador Francisco Pérez de la Riva, fue el Papel Periódico de La Havana el primero que, en fecha tan temprana como 1791 publicó la «receta» para la elaboración de la negra infusión y entonces se desató el arrebato:

En pocos años los cafetales se extendieron por el país y una década después la producción alcazaba ya las 50 000 arrobas, que en 1830 se convertían en dos millones, de los cuales, la mitad se consumía en Cuba, prueba más que fehaciente, de como se habían aficionado los habitantes de la Isla a la infusión.

Desafortunadamente para los cafetaleros cubanos, en esa misma década, Estados Unidos que era el principal mercado de exportación, encontró mejores incentivos en Brasil, lo que provocó una crisis y muchas plantaciones de café, sobre todo aquellas más cercanas a La Habana, dejaron de existir.

La Habana y el café

Desde entonces el cultivo del grano comenzó a retroceder y recogerse a las montañas -en la misma medida en que las líneas del ferrocarril facilitaban el cultivo de la caña de azúcar, mucho más rentable económicamente – el gusto por su consumo no disminuyó entre los cubanos y en particular entre los habaneros, cuya ciudad se encontraba ya tapizada de lugares donde degustar la infusión.

El primer «café» de La Habana surgió, según el historiador José María de la Torre, en el año 1772 en la mismísima esquina de Mercaderes en la Plaza Vieja y fue conocido como el «Café de la Taverna». A él seguirían otros incontables por toda la ciudad; algunos llegaron a ser muy famosos como el «Café de los Franceses» en la Plaza de Marte.

En la calle Obispo, estaba el «Café de las Copas» donde se reunían los defensores más acérrimos de las libertades constitucionales. Un poco más allá por esta céntrica callejuela comercial estaba el concurridísimo café «La Mina» que hacía las delicias de los habaneros con sus refrescos de cebada y sus horchatas.

Y es que entonces… como siempre en Cuba, tomarse un buchito de café era más que un simple acto de degustación. Representaba, sobre todo, la posibilidad real de socializar y discutir sobre los problemas económicos y políticos de actualidad.

También fueron muy populares el «Café de la Dominica» en la calle O’Reilly (uno de los principales ejes comerciales durante la centuria decimonónica); el «Café de la Paloma», donde recalaban casi todos los americanos que visitaban La Habana y buena parte de los comerciantes más acaudalados de la ciudad; el «Café del Comercio» en el puerto, que a pesar de su nombre rimbombante era frecuentado por las clases más humildes; y el «Café del León», en la Plaza de San Francisco, donde se armaban unos fiestones que hicieron época.

Tan grande fue el gusto por el café – una infusión de fácil elaboración que se adaptaba mucho mejor a nuestro clima – que la costumbre anterior, que se había arraigado por muchos años, de tomar chocolate caliente, prácticamente desapareció del panorama gastronómico nacional.

Ya en la segunda mitad del siglo XIX alcanzó su celebridad el «Café Escauriza», en el Paseo del Prado que fue propiedad del catalán José Pablo Xiqués. En 1868 el establecimiento sería adquirido por el también catalán Joaquín Payret, quien lo convertiría en el conocidísimo «Gran Café El Louvre» que contaba con salón de baile, salón de billar, sala de baños y gimnasio; un verdadero club al que se aficionó lo mejor de la juventud habanera, que con el tiempo sería conocida como «los muchachos de la Acera del Louvre» y que generosamente ofrendaría su sangre a la patria en la última contienda libertadora.

Gran Café y Hotel El Jerezano en 1912
Publicidad del «Gran Café, Hotel y Restaurante El Jerezano» situado en la esquina de Prado y Virtudes

La República de las Cafeterías

El advenimiento de la República en 1902 no representó cambio alguno en la costumbre cubana de tomar la bebida negra y los locales que expendían la aromática infusión continuaron multiplicándose:

A los cafés que venían desde la colonia se sumaron otros muchos, algunos de los cuales alcanzaron notoriedad como el «Café San Luis», en los bajos del hotel del mismo nombre en la calle Belascoaín; el «Salón Albisu» en la manzana donde años después se levantara el Palacio de los Asturianos; el «Café El Jerezano«, que sería también hotel; y «La Zambumbia» en la no menos famosa esquina de Monte y Cienfuegos, en cuyo portal todavía se puede observar el logo pétreo con el nombre del local que, sin dudas, conoció tiempos mejores.

Los cafés republicanos, como los coloniales, no sólo vendían café, sino también, refrescos, golosinas y todo tipo de comestibles y bebestibles que sirvieran a sus dueños para hacer caja y darle delante a la competencia.

Así, se valían en ocasiones de medios poco ortodoxos como dar la vuelta en «fichas» (tokens). Era una forma de resolver la escasez de moneda fraccionaria y, al mismo tiempo, fidelizar a la cañona a la clientela con el establecimiento. Esta práctica sería común hasta la segunda década del siglo XX en que durante el gobierno del Mayor General Mario García Menocal se promulgó la Ley de Defensa Económica que creó el peso cubano con el que desapareció la escasez de moneda fraccionaria.

Uno de los emprendimientos que más éxito obtuvo en La Habana durante la década de 1950 fue el de los puestos de café, tanto que conservadoramente se estimaba su número en unos 2 500. No había en la ciudad, cuadra en la que no existiese un local en el que no se comercializara el «chorrito», como le llamaban entonces los habaneros al «café de tres quilos».

«Las características de estos establecimientos difieren según las categorías, pero tienen en común que es el aparato de hacer café a vapor, un procedimiento de viejo conocido pero que ahora se ha popularizado sustituyendo a otra institución tradicional como es el colador».

Periódico El Mundo 21 de abril de 1957

Tan buen negocio llegaron a ser esos puestos de tres centavos, que llegó a ser casi imposible establecerlos, pues a veces existían dos y hasta tres en una misma cuadra, y el precio de compraventa llegó a estar por las nubes; esto debido a su rentabilidad, pues con una libra del aromático grano, los empresarios lograban obtener unas 108 tazas con una utilidad de 1.50 pesos, después que se restaban los gastos. Y, como norma se vendían unas cinco libras diarias por puesto, para un total de 7.50 pesos en una jornada; una cantidad nada desdeñable para la época.

Para hacer más atractivo el negocio, los dueños de los puestos de café de tres quilos, contrataban, casi sin excepción a mujeres jóvenes y bellas, lo que trajo no pocos desacuerdos con el sindicato de los gastronómicos por el tema de los escalafones y las suplencias, y también con no pocos novios y maridos celosos, por otros asuntos más mundanos.

Bola de Nieve canta «Ay, Mama Iné»