El juego en La Habana: una Isla para jugársela. Esta la primera parte de una serie de varios artículos en los cuales ahondaremos en el suculento tema del juego en Cuba, y de cómo La Habana se convirtió en aquella megalópolis del juego y el desenfreno nocturno.

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Antes de que los americanos impusieran su latifundio de casinos y luces de neón, con el rimbombante sonido de la música de los 50 y los paraísos bajo las estrellas, y La Habana se amoldase a ser una ciudad doble, mutante, entre el día del obrero y la noche del jugador y el jolgorio, la Isla ya tenía su peso en juego, o el juego ya tenía gran peso en la Isla, y en el habanero.

Se ha expandido la imagen de los casinos burgueses, del jugador aristócrata, del rico que se jugaba las sobras, tan abundantes que permitían quemar billetes en el casino del Riviera como si La Habana fuera el nuevo Mónaco con coches de carreras por el Malecón y estrellas de Hollywood estrenando en los cines locales; y Fulgencio Batista, el jefe del ejército, fuese su príncipe.

Pero la historia del juego en Cuba es más profunda, esta no es más que la cima del iceberg, más reluciente, contable, definitivamente más vendible para los historiadores pero raspando un poco vemos debajo de ella, sosteniendo a aquel proyecto de ciudad-casino un desaforado espíritu por el juego en el ciudadano de a pie.

En los orígenes sociológicos

Con la colonización española que fulminó a los inofensivos «indocubanos», (palabra de Don Fernando Ortiz) cuya capacidad de organización social distaba bastante de las grandes potencias, más sangrientas y mejor organizadas, del continente provocando su extinción prematura en la Isla; llegaron también los soldados y jugadores que desde tiempos ancestrales han pululado por las tierras europeas.

En el artículo de las ordenanzas del castillo de La Fuerza mencionamos cómo se permitía el juego de cartas y dados en el mismo en 1582 pero mencionamos también cómo eran de severas las condenas para aquellos osados tramposos. Esta severidad no es nueva, desde tiempos de Alfonso X el Sabio el siglo XIII se observaba en la península cierto descontrol del espíritu ante los juegos de azar y apuestas. Esto llevó al Sabio Alfonso a publicar dos edictos de control, el primero de ellos en 1276 bajo el nombre Ordenamiento de las Tahurerías (casas públicas de juego) y posteriormente en 1283 el Ordenamiento de los juegos de ajedrez, cartas y dados.

El calado de aquellas leyes en el pueblo sería insignificante pues se siguió jugando y no fue hasta 1529 que Carlos I ordenaría limitar la cantidad jugada a 10 pesos por día natural de 24 horas. Se decidió que el juego no era malo, sino el dinero y las apuestas. En aquel momento los lugares de ocio pertenecían a las dependencias municipales por lo cual el conflicto con la Iglesia fue constante.

Decía Santo Tomás de Aquino que el juego, ordenado por Dios y la naturaleza para descanso de las fatigas, será lícito si se toma como medio ordenado para conseguir este fin, y no como fin de las acciones humanas. En estas latitudes la propia Iglesia fue más laxa con estas correrías, quedando prohibido el juego a los clérigos pero conmutando el pecado con afecto en dependencia del diezmo donado a las instituciones religiosas.

Con los siglos este descontrol siguió en aumento y las penas por jugar al azar llevaron a la extrema medida de excomunión para aquellos compulsivos en tierras ibéricas. Así que no es de extrañar que cuando la soldadesca y el aventurero busca vidas peninsular llegó a tierras del Nuevo Mundo se sintió liberado de aquellos constrictos dando rienda suelta a esta funesta herencia.

Así pues, con el español llegó el juego a la isla de Cuba, y a La Habana en particular que con el paso de los siglos terminaría siendo la ciudad epicentro del juego en América, con hitos remarcables como ser la sede de la convención mafiosa que decidió la fundación de Las Vegas en Nevada, quizás el más conocido de todos los lugares de juego del mundo.

El juego en el criollo

El español trajo el juego, el negro aportó la superstición de su espiritualidad rebelde y aunque estas dos son la base fundamental de la cual proviene el cubano no debemos desconocer a la herencia china como pieza importante en el gen de jugador que quedó en el cubano.

Hotel Riviera-La Habana. Malecón vista aérea del proyecto
Hotel Riviera-La Habana. La cúpula azul del casino se convirtió en una de sus firmas principales

Hasta 1959 se apostaba en Cuba a los gallos, las peleas de boxeo, las carreras de coches, caballos y galgos; se apostaba al béisbol y en los disímiles frontones habaneros (historia aparte el frontón Jai Alai cuya sola existencia ya fue una trama, cuanto menos, corrupta), se apostaba a la Lotería Nacional, que en período colonial fue Real Lotería y que desde 1850 ocupaba gran parte de la prensa impresa en La Gaceta de La Habana, se había apostado a los toros e incluso a los duelos, también en época de gobierno español, pero sobretodo La Habana sería conocida por el juego en los casinos, aunque si bien es cierto allí la mayoría era presencia extranjera mientras el resto de los estímulos apostadores tenían un público nacional.

De los pocos nexos de unión democrática en la sociedad de la época se puede mencionar el juego como uno de estos nexos incuestionables pues se apostaba entonces desde los selectos salones en los clubes más exclusivos de regatas hasta los falansterios más escondidos de la antigua ciudad intramuros. La Habana era la ciudad del juego y aunque tras 1959 aquello cambió, no lo hizo tanto el gen de jugador del cubano que todavía persigue las apuestas como demonio en posesión de una última voluntad.