Rosario de la Peña, fue una mujer en torno de la cual se agrupaba entonces lo mejor de la intelectualidad mexicana. Y su nombre, sin haber sido jamás escritora, está unido a Ia historia de Ias letras mexicanas deI siglo XIX.

Nacida el 14 de abril de 1847, mostraba a sus 28 años de edad, una atrayente personalidad. Lo que la hacía especialmente cautivadora eran su trato y su viva inteligencia.

Sabía declamar y hablaba con soltura sobre poesía, política y literatura. Su inteligencia y su corazón valían más que su hermosura.

En su casa, sita en Santa Isabel No 10, en Ciudad de México, se reunían los miércoles y sábados, los más valiosos poetas de su tiempo. Hasta allí acudían quienes, deslumbrados por ella, pretendían encontrar espacio y ocasión para enamorar a la joven mexicana.

Rosario de la Peña y José Martí

José Martí arribó a la capital azteca el 10 de febrero de 1875 y fue invitado a una de esas peñas por los compañeros de la redacción de la revista “Universal”.

De ahí en adelante se convirtió en el nuevo pretendiente. Su amigo el médico y poeta Juan de Dios Peza, le presentó a Rosario de la Peña. José Martí atraído por la joven, se sienta a su mesa y le escribe en el álbum el hermoso poema «Rosario».

En ti pensaba, en tus cabellos
Que el mundo de la sombra envidiaría,
Y puse un punto de mi vida en ellos
Y quise yo soñar que tú eras mía.   
  
Ando yo por la tierra con los ojos
Alzados --- ¡oh, mi afán!--- a tanta altura
Que en ira altiva o míseros sonrojos
Encendiolos la humana criatura.    

Vivir, --- Saber morir; así me aqueja
Este infausto buscar, este bien fiero,
Y todo el Ser en mi alma se refleja,
¡Y buscando sin fe, de fe me muero!

(29 de marzo de 1875)

Todos creyeron conquistarla, pero ninguno la alcanzó. Rosario de la Peña aprisionó sus afectos en una muralla de piedra.

Ya anciana, próxima a cumplir sus 77 años, en una entrevista a un reportero que le preguntaba acerca de cuál de aquellos pretendientes poetas y escritores – entre los que figuraron Manuel Acuña, Ignacio Ramírez “el Nigromante”, Guillermo Prieto, Ignacio Altamirano, Justo Sierra, Manuel María Flórez, Juan de Dios Peza, y José Martí – le resultó más simpático, Rosario de la Peña le afirmó:

«Pepe Martí, ¡Qué duda cabe! Era el Libertador un hombre agradable, en extremo insinuante y EN LOS OJOS TRAÍA TODO EL SOL DE SU ISLA NATIVA«.