Cuando se habla de las grandes voces de la música tradicional cubana a veces se comete la herejía de olvidar a Carlos Embale y su camaleónico poderío vocal. Por desgracia esto no es una sorpresa pues muchos jóvenes desconocen a este gran cantante nacido en el habanero barrio de Jesús María el 3 de agosto de 1923, y cuyo destino a veces encierra la trágica pregunta de qué hubiera sido de otros grandes músicos (y de la música tradicional cubana) sin el renacimiento propiciado por el éxito de Buenavista Social Club.

De físico menudo, carácter tímido y reservado, escondía una voz poderosa y fluida que se desataba sobre los acordes soneros y rumberos, mientras no dudaba en danzar sobre la improvisación que convierte a los sonetos en leyenda. De esa caja de sorpresa que eran sus pulmones brotaba natural, como un instrumento afinado con precisión sinfónica, un torrente melódico sobresaliente e irrepetible.

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No tuvo una infancia fácil. Con apenas doce años su madre, Clara Bernardina Molina Quesada, fallecía y su padre, Carlos Embale, quedaba junto a su abuela materna al cuidado de Carlos, el mayor, y sus cinco hermanos. Probó con el oficio de estibador de los muelles para aportar dinero en la casa porque a su padre, vinculado al Partido Socialista, le empezaron a poner trabas para trabajar.

En los muelles se ganaría el pan pero como barrendero. Y a ellos volvería de vez en cuando durante los años cuarenta para sacar unos kilos mientras se abría camino en el mundo del arte. Como muchos de los artistas de aquellos años probó fortuna en la Corte Suprema del Arte y al resultar ganador de una de las ediciones se decidió a probar fortuna en la música como rumbo profesional.

El mercado musical habanero

Pocos cantantes reúnen las condiciones naturales de Esteban Carlos Embale Molina para navegar en el complicado mundo de las rumbas y los sones. En ese espectro de la música cubana han naufragado varias carreras que no pudieron pasar del éxito efímero. En cambio, el talento de Carlos Embale se codeó con los grandes desde adolescente y quizás por ello su voz se moldeó grácilmente hasta alcanzar un timbre orgánico y auténtico, imposible de imitar.

En esa Habana llena de talento el joven de la calle Ángeles, que llevaba el folclor de los barrios en la sangre, cantó con Choricera (el Chori) en las playas de Marianao, entró en el Conjunto Dandys del 40 donde conoció al Benny Moré, en el septeto de Boloña -al que llegó de la mano de un amigo del barrio- hizo la suplencia al cantante Mario Rosales, conoció a Israel «Cachao» López en sus tiempo en la orquesta de Arcaño y sus Maravillas y con él aprendió algunas nociones del son.

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Portada de uno de sus discos en solitario

Eran tiempos donde el talento abría puertas pero el negocio de la música no repartía grandes beneficios todavía. Sin embargo, los grandes de la época conocieron y apadrinaron a un mulato jovencito que se ganaba un hueco como suplente entre las grandes agrupaciones con una humildad inaudita.

Por si fuesen pocos los nombres mencionados anteriormente el recorrido itinerante de Carlos Embale en esos años también lo llevó a la orquesta del charanguero Neno González, a la orquesta Fantasía, al septeto Bolero, a la orquesta de Carlos Castillo, a la Academia de Pompilio e incluso llegó a figurar como suplente de Gerardo Pedroso en la orquesta Melodías del 40, considerada una de «Las Tres Grandes» junto a la de Arcaño y la de Arsenio.

Pero la competencia era durísima en aquella Habana rebosante de talento y el joven Carlos Embale tenía que volver a los muelles a ganarse el pan que la música no conseguía llevar a su mesa asiduamente. En el año 1946 andaba intentando encontrar un sitio definitivo en el ambiente musical cuando don Miguel Matamoros necesitó a un cantante para su conjunto; en México se le había quedado el Benny y el contrato con la Mil Diez, la Emisora del Pueblo, le exigía continuar sus presentaciones.

Carlos Embale, de Matamoros al Septeto Nacional de Ignacio Piñeiro

Con don Miguel Matamoros, Rafael Cueto, Siro Rodríguez y el resto del fenomenal conjunto Matamoros realizó varias grabaciones en una vinculación que duró alrededor de siete años y que posicionó definitivamente a Carlos Embale como un sonero y bolerista de primer nivel.

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Carlos Embale y el Septeto Nacional en una imagen promocional realizada en el estadio Latinoamericano (antiguo Gran Stadium del Cerro)

En la Academia Habana Sport empezó a presentarse con Rafael Ortiz «Mañungo» (autor de la conga «1, 2 y 3, qué paso más chévere») y con este pasó al Septeto Nacional que Odilio Urfé había revitalizado y que dirigía Ignacio Piñeiro. Aquí comienza a explotar su arista de rumbero natural, gracias al complot de Mañungo, Urfé y Piñeiro que ven en su voz el timbre para brillar en la columbia, el yambú y el guaguancó, en acople perfecto a la segunda voz de Bienvenido León.

Hasta finalizar esa década de los años cincuenta su voz se pasea junto a otros reconocidos intérpretes afrocubanos como Roberto Maza «el Vivebien» para el Grupo Afrocubano Lulú Yonkori del «melodioso» Alberto Zayas.

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Junto a otros soneros como Omara Portuondo, Pancho Amat, Juan de Marcos y Sierra Maestra en una actuación en la televisión cubana. (imagen tomada de Youtube)

En estos años aflora el lado más arisco de Embale que a veces se distancia de sus amigos y no tiene un sitio fijo para presentarse, sin embargo antes de acabar la década está de vuelta en el Septeto Nacional del que será casi imposible separar su voz a pesar de sus idas y venidas.

Rumba y Son

Como señala la magnífica musicógrafa e historiadora Rosa Marquetti Torres en su blog Desmemoriados, a comienzos de 1960 se produce uno de los sucesos más célebres para la historia musical patria cuando Mongo Santamaría, con el apoyo del sello Fantasy, produce y dirige en La Habana dos discos de música afrocubana.

Esta grabación, devenida hoy en un mítico encuentro de grandes, unió por única vez a Embale y los ya mencionados con Andrés Hechevarría “Niño Rivera” en el tres; Willie Bobo, en las pailas; y Papito Hernández y Fernando Vivar, en el contrabajo, entre otros. El resultado sería el LP “Mongo in Havana. Bembé” (Our man in Havana), hoy todo un clásico del género y de la discografía personal de Mongo Santamaría, el mítico tumbador cubano que años después rompería los cueros de la salsa neoyorkina y fijaría su nombre también en la historia del jazz en Norteamérica.

Rosa Marquetti, el resto del artículo disponible aquí

Desde entonces Carlos Embale abraza definitivamente la rumba y sus distintas vertientes. Junto a Celeste Mendoza hace una aparición estelar en el documental «Nosotros la Música» de Rogelio Paris grabado en 1964.

Su vinculación a Odilio Urfé y el Septeto Nacional Ignacio Piñeiro (SNIP) se vio interrumpida en 1970 cuando crea su propio conjunto Guaguancó, volviendo al SNIP en 1975 y permaneciendo en él hasta el derrame cerebral de 1993 que le dejó graves secuelas físicas.

Mermado física y mentalmente falleció en su Habana un 12 de marzo de 1997. La revista gubernamental «El Caimán Barbudo» en su número 283, como si de una fábula terrible se tratase, preguntaba:

«Había una vez un cantante llamado Carlos Embale hasta que en 1993 una repentina enfermedad lo dejó vivo pero ausente. Ahora se le ve en penoso deambular por el casco antiguo de La Habana pasando sin advertirlo delante de las vitrinas donde se exhiben los bulliciosos discos compactos desde donde puede salir su voz magnífica. ¿Será difícil que su familia o a quien corresponda, le aseguren un albergue digno a ese sonero que se llamó Carlos Embale?».

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Carlos-Embale visto por Tomás Casademunt en el año 1995 (tomado de Twitter)

La justicia parece esquiva a ciertos seres humanos. Un hombre con un talento generacional como Carlos Embale quizás mereció mejor suerte en los años finales de su vida. Pero acaso por su carácter retraído – algunos dicen que arisco y mermado por el alcohol-, junto a esa sencillez natural y diáfana que se observa en las grabaciones y a su talento sin estridencias; fueron elementos en su contra y como en aquellas tragedias griegas de antaño, para este sonero mayor no existía un final feliz.

Aún nos quedan su legado y sus grabaciones. Auténticamente cubanas, solariegas, populares y sin resquicio de artificio o maquillaje sonoro. Nos queda la constante necesidad de recordar con gozo el son y la rumba que escapó desde la raíz de sus ancestros hasta su voz y que es patrimonio de todos los cubanos. La memoria es un deber que ejercitar con algunos de nuestros ilustres compatriotas, hoy casi olvidados.