El 5 de febrero de 1890 enfiló hacia el canal de la bahía el vapor que traería de visita a La Habana al mayor general y caudillo de Oriente, Antonio Maceo Grajales.

Su primera y única visita a la capital cubana no fue, por supuesto, del agrado de las autoridades coloniales españolas, que lo consideraban uno de sus más grandes y peligrosos enemigos; pero consintieron en ella, en aras de apaciguar – con un gesto de valor político – los ánimos, levantisco que en ese momento vivía la Isla.

Antonio Maceo en La Habana

Antonio Maceo se alojó en el hotel Inglaterra, donde le sorprendió, al día siguiente, la noticia del fallecimiento del Capitán General Manuel de Salamanca y Negrete; una coincidencia fortuita que le facilitó moverse con más facilidad en los ambientes conspirativos de La Habana, al quedar las autoridades españoles, abrumadas y distraídas tras la muerte del gobernante.


Hotel Inglaterra de La Habana (donde se alojó Antonio Maceo)
El histórico hotel Inglaterra, donde se alojó Antonio Maceo durante su visita a La Habana en 1890

En términos generales, las autoridades españolas fueron corteses y tolerantes con el general Maceo, quien pudo recibir en el hotel a incontables personas que se disputaban el honor de estrechar su mano.

Pasaron por el hotel Inglaterra, liberales, progresistas, viejos y nuevos autonomistas, burgueses, obreros e hijos de esclavos; todos con el único propósito de conocer al hombre de Mangos de Baraguá.

Destacaron entre estos, los llamados «muchachos de la Acera del Louvre», jóvenes habaneros de ímpetus patriótico que se organizaron para servir de escolta al Mayor General Antonio Maceo por los casi seis meses que permaneció en La Habana. La mayoría de estos jóvenes se incorporarían al Ejército Libertador durante la Guerra del 95, y algunos, como el bravo coronel Néstor Aranguren alcanzarían altos grados militares y morirían peleando por la libertad de Cuba.

Aprovechó Antonio Maceo la relativa pasividad de las autoridades españolas para organizar los apoyos a un levantamiento armado que debería producirse en Oriente y que tras ser abortado sería conocido como la «Paz del Manganeso».

Sin embargo, finalmente, ante las evidencias de lo que estaba sucediendo, comenzó a ser vigilado más de cerca, y pronto corrieron rumores de que sería detenido y deportado.

Ante esta situación, Antonio Maceo decidió dejar los hilos de la conspiración en Occidente en manos del Mayor General Julio Sanguily y escapar furtivamente de la capital hacia Batabanó, en donde embarcó hacia Santiago de Cuba, ciudad a la que arribó el 25 de julio.

Allí continuaría organizando el alzamiento, hasta que, tras la caída de los liberales en Madrid, el nuevo Capitán General Camilo Polavieja, lo mandó a detener y deportar.

La conocidísima Acera del Louvre, donde Antonio Maceo fue recibido con los honores que merecía su leyenda.

Sin Antonio Maceo en Cuba, todo el movimiento se desinfló rápidamente y tuvo que pasar un lustro para que, nuevamente, estallara la guerra independentista en la Isla.

Federico Villoch recuerda a Antonio Maceo en La Habana

«Cuando una noche de otoño apareció en la Acera del Louvre impensadamente y como evocado por un conjuro, la figura prócer y arrogante del general «insurrecto» Antonio Maceo, correctamente vestido de cerrada levita inglesa; pantalón casimir a diminutos cuadros blancos y negros -conocidos entonces como «todos tenemos»- y tocado como el más correcto gentleman londinense de lustrosa chistera de forma irreprochable.

Lo acompañaba Agustín Cervantes, el valiente duelista rival de Pancho Varona durante largo tiempo, y del que fue después de un duelo que sostuvieron el más leal y cariñoso de los amigos.

Dicho se está que Maceo fue desde aquella noche el eje y centro de la Acera; y que el ecuánime coronel Santocildes no tuvo inconveniente en sostener con él las más amistosas entrevistas, en aquellas reuniones que se formaban, sentados los concurrentes en cómodos taburetes de cuero, a la entrada del restaurant Cosmopolita.

Antonio Maceo y el brigadier del Ejército Español, Fidel de Santocildes hablaban de guerra, de estrategia, de recuerdos de campaña; como hablan los pintores de cuadros, y los hombres de letras de arrancarse unos a otros las tiras del pellejo: de todo, menos de política. Los que se acercaban a ellos a la chita callando, creídos de que los iban a oír hablar de la cuestión de Cuba, se equivocaban.

Maceo refería sus lances de la manigua, en la guerra de los Diez Años; y Santocildes los suyos, con la misma ausencia de odios y rencores que si se refiriesen a la guerra franco-prusiana del 70.

Entre otros recordaron su encuentro en el combate de San Ulpiano, en la citada guerra cubana. Pero los muchachos de la Acera se habían alborotado un poco con motivo de un reparto de grados de oficiales mambises que hizo Maceo entre ellos, para cuando llegara la hora de irse a la manigua.

Eso dio lugar a cuentos, recelos y malquerencias -acaso ya se discutieran entre ellos las injusticias futuras- todo con tal vehemencia y chachareo criollo, que llegado a oídos de la autoridad superior de la Isla, el capitán general Camilo Polavieja, no pudo echar el caso -por si acaso- en saco roto; y le dio orden inmediata al general Antonio Maceo, para que en el término de 24 horas abandonara el territorio.

Días antes había tenido lugar el famoso duelo entre Agustín Cervantes y el general Lachambre, siendo Maceo padrino del primero. El general cubano llenaba la actualidad. Los muchachos organizaron un banquete. a centén el cubierto, que no recordamos si llegó a efectuarse. La aureola del general mambí estaba en todo su esplendor, cuando estalló la terminante orden de evacuar la Isla.

El postalita cursaba por aquella fecha el segundo año de Derecho y para dirigirse a la Universidad, que se encontraba entonces en instalada en el antiguo convento de los Dominicos, en la calle O’Reilly, tenía la costumbre de bajar por la calle del Obispo, hasta la esquina de San Ignacio.

Por una casualidad afortunada, una mañana, la misma precisamente en que fue citado Maceo para una entrevista con Polavieja, en el Palacio de la Plaza de Armas, el postalita se cruzó en la esquina de Obispo y Bernaza con aquel, que se dirigía a Palacio. y como es de suponer, le cedió el paso atentamente. Bajó Maceo a todo lo largo de la calle del Obispo; y el postalita, que le seguía, tuvo ocasión, a sus anchas, de medir y apreciar en su prestancia majestuosa aquel escogido ejemplar de la raza humana.

El general marchaba sonriente -tenía una recia y blanca dentadura- devolviendo atentos saludos a su derecha e izquierda, de cuantas personas de su conocimiento se encontraba en el camino. Marchaba a paso sólido, militar; como si lo hiciese al acompasado ritmo de un invisible redoblante que sonara desde lo alto de la gloria; y ascendió la gran escalera del Palacio con la reposada y segura arrogancia del que pensara subirle un día no lejano, entre aplausos y los vítores…»

Federico Villoch en su columna del Diario de la Marina de 1939