Reseña sobre la Universidad de La Habana, tomada del libro: «Viaje a América, Tomo 2 de 2 / Estados Unidos, Exposición Universal de Chicago, México, Cuba y Puerto Rico» de Rafael Puig y Valls. Editado en 1894.

Ingrato sería si olvidara la hospitalidad cubana. Hallé en la Habana tanta consideración y tanto afecto, amistad tan cariñosa y cuidado tan exquisito, tanta solicitud para que no enfermara y tan buen consejo para evitar posibles contagios, que parecíame vivir en familia, entre hermanos queridos, ansiosos de mostrarme su consideración y su afecto.

Y no se crea que se pecara allí de exageración que empalaga y de timidez del que ignora, que no hubo escondrijo que se me ocultara, ni aun los de carácter macabro, en hospitales y escuelas, en cementerios y morgue que no cabía en las distinguidas personas que me acompañaban, catedráticos de la Universidad de la Habana y de la Escuela de medicina, doctores de fama y médicos del hospital de Nuestra Señora de las Mercedes, miedos irreflexivos; atentos sólo a mostrar al forastero como se cultiva la ciencia en la Habana y se procura ensalzar el nombre de España en las colonias.

La visita a la Universidad procurome la honra de ser presentado al señor Rector y a los señores Decanos de las facultades allí establecidas, quejosos de la falta de un buen edificio y de museos y colecciones dignos de la capital de Cuba.

Universidad de La Habana

Maqueta de la Universidad de La Habana en el siglo 19

Yo no sé si aquel caserón fue convento, pero lo que sí se ve, a primera vista, es la falta de condiciones que tiene para servir de centro docente, en la ciudad más importante y rica del archipiélago antillano.

Y lo peor es que cuantos esfuerzos y gastos se hagan para mejorar aquel edificio goteroso, presentando al aire libre sus cuchillos de armadura de formas enrevesadas antiquísimas, sus aulas pequeñas y obscuras, sus museos pobres y mal acondicionados, será dinero tirado, sino se empieza por derribar todo lo existente, y levantar, con recursos copiosos, lo que ha de ser la mejor gala del elemento inteligente e ilustrado de La Habana.

No puedo recordar sin terror el añejo de la cátedra o sala de autopsias de la Escuela de Medicina:

ancha mesa de mármol rodeada de extensa gradería de madera, cubierto todo por una armadura de tirantes, pendolones, y riostras de viejos moldes, entrando por ella luz vivísima, en aquel lugar de tristezas, donde la ciencia busca los secretos de la vida en la obra oscura y miserable de la muerte, constituyen la sala donde se aprende como funcionan las vísceras del cuerpo humano, vencidas en la lucha por la existencia, traidora y tristemente.

Y al salir de allí, en estrecha alacena de madera blanca, formando doble anaquel, tendidos, con los miembros entumecidos, los cuerpos rapados, la cabeza afeitada, obra de navaja tosca, que profana sin escrúpulo ni misericordia, dos cadáveres desnudos yacían en aquel antro, el de un negro y el de un blanco, esperando la acción irreverente del bisturí que diseca, de la ciencia que analiza, de la mano inhábil que aprende en carne muerta las palpitaciones, el funcionamiento, y el equilibrio de la vida.

Fácil sería pintar aquí, disecar también con la pluma lo que vi y tengo aún grabado en la memoria, como si aquellos cuerpos rígidos, aquellas muecas horribles, aquellos coágulos de sangre, hubieran dejado en mi cerebro la fotografía imborrable, con todas sus manchas y colores, de la espantosa obra de la muerte.